«Una sonrisa infinitamente plácida, autosuficiente; la sonrisa enigmática de Buda», dice sobre Luca Prodan su novia Nora en una nota periodística que sirve de homenaje, días después del fallecimiento del líder de Sumo. El muchacho de la sonrisa plácida se ha encargado a esa altura de provocar una pequeña revolución en muchos jóvenes, que siguen sus espectáculos con la reverencia con que se observa un objeto de culto.
La muerte lo pescó temprano, el 22 de diciembre de 1987. Luca llegaba así al final de un viaje curioso, siempre al límite, siempre en el filo de una cuchilla, hecho de actitudes convulsivas, gestos desafiantes, soledad, pasiones, lirismo. Hecho de música, también. Suficientemente ecléctica en sus años de aprendizaje (educación puramente callejera, no académica, por favor) como para que acepte a Joy Division, Peter Hammill, Van Der Graff Generator, Talking Heads, Roxy Music y King Crimson.
Música que un Luca errabundo escuchó en lugares inhóspitos, solo en las calles de Roma o de Londres, dos ciudades que lo marcaron a fuego antes de su desembarco en Buenos Aires a comienzos de los años 80. Había nacido en Roma, espíritu indomable, revoltoso como pocos, amigo de las fugas, vagabundo por convicción. Se entiende que cuando sus padres -familia bien establecida en la capital italiana, economía sin fisuras- lo instalaron en el colegio escocés de Grodonstown, Luca intentara unas cuantas huidas a mundos, si no mejores, al menos hechos a su medida. La de la desmesura, claro.
Luca tenía dos hermanas nacidas en Pekín, donde sus padres se casaron en 1918; además, estaba su hermano Andrea. Sin embargo, andaba siempre un poco solo, en pleno viaje interior, trabajando en mercados o como sereno, siempre en los bordes de la marginalidad. Creció en el Londres inmediatamente anterior a la explosión punk, de modo que su natural actitud nihilista se fue fortaleciendo con ese escepticismo forjado a golpes de agresión. Cuando hizo pie en la Argentina, en 1975, bebía cantidades de ginebra, amaba deambular por allí y creía en pocas cosas. La música estaba entre ellas.
Era calvo, se sabe, pero entre sus señas particulares no es ésa la esencial. «Border» de alma, fue construyendo paraísos artificiales con todo aquello que tuvo a mano. Ejercía casi sin proponérselo la perturbación, el histrionismo sin límites. Encendió pasiones: cuando cayó de bruces en diciembre de 1987 -nadie podría imaginar una muerte sosegada para Luca- nació el mito. En el cementerio de Avellaneda, donde descansan sus restos, todos los días alguna mano anónima deposita una flor en su memoria.
Sumo nació en Hurlingham. De los ambientes londinenses, el cantante había traído la cadencia del reggae. En esos tempranos comienzos actuaba en el barcito Einstein o en el Stud, dónde conoció a Ricardo Mollo, futuro miembro de la agitada tripulación. De esos encuentros musicales o escénicos surgieron tres bandas, de formaciones tan inestables como el ánimo de Prodan: Sumito, Ojos de Terciopelo, Hurlingham Reggae Band.
Luca pulsaba una guitarra acústica, cantaba con voz poderosa en inglés. Un primer quinteto Sumo grabó un cassette precario en los estudios de Silly Records: «Corpiños en la madrugada». Apenas unos 300 ejemplares, para los íntimos. Más que ese registro de apenas valor histórico, lo sustancial de esas jornadas en estudio fue el encuentro de Luca con Diego Arnedo, Alejandro Sokol, Germán Daffunchio y Roberto Pettinato. Fue una presentación más o menos formal en sociedad.
De esas reuniones en Silly Records surgió, aunque en registros algo primitivos, una buena porción del mejor repertorio de Sumo: «Night and Day», «Divididos por la felicidad», »Teléfonos que suenan en habitaciones vacías», «Basura blanca», »Mejor no hablar de ciertas cosas» (letra del Indio Solari, de Los Redondos), «Heroína», «Fuck you!», un título no precisamente complaciente ni amable que resume con creces el ideario de la banda.
Con sus extravagancias y su decir cocoliche, con su actitud indiferente, pura furia, Luca se convirtió en un personaje de Buenos Aires. En alguna entrevista confió su admiración por el poeta norteamericano Charles Bukowski. No es extraño, aunque Prodan parecía eludir la vulgaridad deliberada o una calculada decadencia. Se lo intuía más sincero, más verdadero, más humano y conmovedor.
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