Jerry García, líder de Grateful Dead, la banda sonora por excelencia de la movida hippie de San Francisco de fines de los 60 y, por ende, símbolo de los movimientos contraculturales; moría hace 25 años de un ataque al corazón, mientras dormía en una clínica de rehabilitación del alcohol y las drogas en California.
Con apenas 53 años, uno de los mejores guitarristas de la historia, según la opinión unánime de los especialistas, dejaba un legado insoslayable para la historia de la música y la cultura popular a partir de su labor en el psicodélico grupo, que supo trasladar al plano sonoro el espíritu que regía aquellos ajetreados pero excitantes días del llamado «Verano del amor».
Pero esta traducción al lenguaje musical de los ideales contraculturales, con su elocuente libertad estilística –en donde bajo un halo psicodélico convivían el rock, el pop, el blues, el jazz y el folk-, también tuvo su correlato en el estilo de vida de la banda y la forma de encarar su recorrido artístico, focalizado en sus shows en vivo, en los que predominaban las largas zapadas que iban generando distintos climas.
En ese aspecto, fue determinante la figura del guitarrista, una suerte de duende de mirada melancólica; amante del bluegrass, el jazz y el folk, y con inconscientes influencias gitanas por su descendencia española; capaz de crear fraseos y melodías en sus improvisaciones sobre las que se montaba, con fluida imaginación, el resto del grupo.
Todo ese combo hacía que cada actuación de Grateful Dead fuera celebrada por sus fans, de los más leales del mundo, organizados para seguir a la banda en cualquier lugar que actuara, en una especie de gran comunión colectiva.
Oriundo de San Francisco, Jerry García tuvo una infancia difícil marcada por la pérdida del dedo mayor de su mano derecha por un hachazo accidental a los cuatro años y por la muerte de su padre, un año más tarde, al caer al agua y ser arrastrado por un río, acontecimiento del que fue testigo.
El bluegrass, que aseguraba recordar haber escuchado en la casa de su abuela, la música que sonaba en vivo en el bar que era propiedad de sus padres y sus capacidades artísticas natas reconocidas por sus maestros lo acercaron al banjo, instrumento que luego cambiaría por la guitarra aunque no abandonaría del todo.
Hacia mediados de los 60, se unió en la zona californiana de Palo Alto al bajista Phil Lesh, proveniente de la música clásica; al baterista de bebop Bill Kreutzmann, al blusero Ron «Pigpen» McKernan en armónica y teclados, y Bob Weir, en guitarra rítmica y voz; para darle forma a The Warlocks, grupo que debió cambiar su nombre porque ya existía otra banda que lo utilizaba.
Una elección de palabras al azar de un diccionario convirtió a The Warlocks en Grateful Dead, en tanto que lo pares que se hacían llamar de la misma manera también decidieron cambiar de nombre para darse a conocer como The Velvet Underground.
En los años siguientes, con cimas como su participación en el Festival Monterey Pop de 1967 y en Woodstock, en 1969, y sus particulares shows, la banda se impuso entre los conjuntos de moda en pleno furor hippie, gracias a su lectura cruda del rock psicodélico en auge.
Por supuesto que esta formación contaba con algunas particularidades que la diferenciaban de otras propuestas y que se expresaban en el vivo, con largas zapadas que iban presentando las canciones de manera continua, lo que hacía que cada pieza fuera única e imposible de repetir en otro show.
Por este motivo, el grupo comenzó a incluir en su staff a una persona encargada de grabar desde la consola de sonido cada uno de los shows; cintas que fueron lanzadas como álbumes o que han circulado a lo largo de los años como material pirata.
Esto último ocurrió especialmente entre los «Deadheads», nombre dado a los seguidores de la banda, quienes no sólo seguían al grupo en cada actuación, sino que además llevaban adelante un modo de vida relacionado con los ideales hippies, con acciones relacionadas a la defensa de la ecología.
Como se desprende del carácter de su música y su postura en general, la banda se proyectó a lo largo de los años como de culto, no contó en su repertorio con grandes hits reconocibles a nivel popular y eludió los mandatos de la industria.
En los años siguientes, Grateful Dead cambió de formación en varias ocasiones e, incluso, el propio Jerry García estuvo fuera por prolongados lapsos, pero ni la banda ni el guitarrista se apartaron del camino artístico iniciado en los 60.
Como si se tratara del «lado B» del abrazo al modo de vida contracultural, el grupo, y el guitarrista en especial, debieron luchar contra la adicción a las drogas, y la persecución judicial y gubernamental en tiempos de Richard Nixon, por este motivo.
Hacia el final de sus días, Jerry García continuaba en su lucha para liberarse de las adicciones, pero también seguía fiel a las largas zapadas de bluegrass en su banjo.
Tal vez como una especie de redención por su atribulada infancia y su ajetreada vida, el genial guitarrista sufrió un infarto fulminante el 9 de agosto de 1995, mientras dormía plácidamente. Paradoja o profecía autocumplida, finalmente se había convertido en un «muerto agradecido».
Texto: Hernani Natale