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27 años sin Federico Moura, el glamour del rock argentino

21/12/2015 - Retro
27 años sin Federico Moura, el glamour del rock argentino

«Hay que salir del agujero interior», sugieren los miembros de Virus en uno de sus temas más aplaudidos, más admirados, más bailados, claro. Hay que abandonar ese espacio de pesadumbre y doloroso aislamiento donde los jóvenes se han acurrucado durante los días difíciles del gobierno de facto. Hay que bailar, alivianar los cuerpos de pesados fantasmas, exorcizarlos.

Una década después de que la agrupación vio la luz, en 1989, se edita «Deca dance», como para que no queden dudas de que los últimos años fueron consagrados al placer de los sentidos. En medio de ambos extremos, la muerte de Federico Moura quebró en dos la historia del grupo y frustró su supervivencia. Pero resta la memoria.

La década de la danza (o la decadencia, leyeron con malicia quienes denunciaban para ese período una excesiva frivolidad) tuvo como uno de sus protagonistas más convencidos a Virus. Con su voz persuasiva, cargada de inflexiones insinuantes, con su presencia escénica jugada deliberadamente al borde de la ambigüedad, Federico Moura es el hechicero de cada ritual escénico. Su arma predilecta es la seducción.

Con decir intencionado, el estupendo vocalista invita a recorrer ciertas «superficies de placer», a entregarse al hedonismo después de tantos años de sombría introspección. Es más o menos esa misma bandera la que en ese umbral de los ochenta alza Soda Stereo. Las dos agrupaciones son de algún modo expresión de la modernidad, promueven el individualismo o el encuentro de a dos (nunca más).

Federico lo explicaba con acostumbrada lucidez: «Los 70 fueron años oscuros, para adentro, llenos de guerra y dolor; los 80 son opuestos, debemos dejar de estar atormentados por la idea de la muerte».

Pero dice más su música diáfana, austera, despojadísima, de espaldas a toda ornamentación excesiva o a signo alguno de barroquismo formal. La del álbum «Recrudece» (1982) todavía da muestras de inmadurez artística, apenas en el comienzo de la aventura. Es un disco temprano de interés escaso, salvo por la confianza que en él depositó con su desarrolladísimo olfato el productor Daniel Grinbank, en esos años dedicado a respaldar a las bandas pequeñas, antes de emprender una soberbia trayectoria como productor de espectáculos internacionales.

Es el año de Malvinas, pero Virus no está obsesionado precisamente por los problemas colectivos. El interés se centra en el individuo. Y cobran singular dimensión la vida sexual, las fantasías del erotismo, las pulsaciones de la libido. La transcripción poética de esa sensualidad desbordante -una responsabilidad mayormente confiada a Roberto Jacobi, autor de muchas letras de Virus- nunca cede a la vulgaridad ni al brochazo grueso. Más bien, reposa en cierta elegancia que puede acudir a la metáfora, en una intención teñida de suave ironía, en la sugestión de las imágenes. Pero nada es demasiado evidente, demasiado rotundo.

Sí extremadamente audaz. Con ánimo juguetón, casi al descuido, Federico Moura habla de taxi-boys, pide a su compañera pronta entrega, y no da mas vueltas en «Hay que salir del agujero interior»: «A la vida hay que hacerle el amor, sin dudar, con locura y pasión», aconseja. La multitud que comienza a seguir los pasos del sexteto no lo contradice. Se entiende la adhesión incondicional.

Además de expresar los sentimientos hasta entonces disimulados de un par de generaciones, Virus ofrece unas cuantas pruebas de su crecimiento artístico hacia mediados de la década. El desenfado, el humor leve, la voluptuosidad de los textos, todo encuentra un nuevo respaldo en un tratamiento musical más ambicioso aún en su sencillez: las armonías ganan cierta distinción, el pulso rítmico puramente bailable cede paso a atmósferas estimulantes, crece notablemente la musicalidad.

El crecimiento se hace extensivo a los ejecutantes que asoman por detrás de la voz abaritonada de Federico: sus hermanos Julio (guitarra) y Marcelo (teclados), Enrique Mugetti (bajo), Mario Serra (batería) y Daniel Sbarra (teclados, guitarra). Las consecuencias de esos progresos son nítidas en los grandes clásicos del grupo, que ahora llegan en versiones remozadas, favorecidas por el refinamiento discreto (es decir, nada ostentoso) de los arreglos instrumentales: «Imagenes paganas», «Hay que salir…», «Luna de miel en la mano», «Dicha feliz», «Sin disfraz». El acierto es doble, porque es enriquecimiento no atenta en modo alguno contra el estímulo del baile.

Cuando Federico Moura muere, el 21 de diciembre de 1988, el dolor se multiplica entre los jóvenes seguidores de la agrupación, pues el vocalista es una de las primeras víctimas del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) en nuestro país. Deja tras de sí un estilo vocal inconfundible como pocos, una personalidad escénica cargada de significado, un concepto estético que se prolonga en su música y la distinción de la puesta en escena.

El capítulo que se cierra al expirar el año se reabre doce meses después, cuando Marcelo Moura gana el centro de la escena como cantante. La ceremonia del reencuentro, que tiene como uno de sus escerios el teatro Coliseo, es emotiva, pero hay una distancia importante entre este Virus francamente rockero y el de su cuna musical, más rico en musicalidad, más provocativo en su base artística.

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