James Brown, absoluto monarca del soul, figura ineludible de la música afroamericana y referente sonoro del orgullo negro, moría en la Navidad de 2006, a los 73 años, por una neumonía que finalmente lograba apagar el fuego de un artista que hacía vibrar los escenarios que pisaba, con su volcánico estilo, su arrolladora simpatía y su irresistible sentido del ritmo.
Apenas un repaso por algunos de sus más grandes hits, como «Please, Please, Please», «I’ve Got You (I Feel Good)», «Sex Machine», «Gravity», «Papa’s Got a Brand New Bag» y «Say It Loud, I’m Black and I’m Proud», dan cuenta del espíritu cabal de una obra marcada por la reivindicación racial y el hedonismo, en lo temático, y por la primacía absoluta de los patrones rítmicos por sobre las melodías, en el plano musical.
Tan arrasador y altanero como se mostraba en escena era James Brown en el plano personal, algo que se reflejó en el déspota trato hacia sus músicos, el constante maltrato a sus mujeres y sus permanentes roces con la ley.
«Lo importante es que en los diarios esté bien escrito tu nombre», le recomendó el llamado «padrino del soul» al recordado artista local Willy Crook -según solía contar él mismo-, en una muestra de la importancia que le daba al hecho de que esas cuestiones trascendieran públicamente.
Sus escandalosas detenciones -con tiros y persecuciones incluidos-, sus años en la cárcel, su «traición» a quienes lo apoyaron artísticamente desde sus inicios, las noticias sobre violencia doméstica o las quejas de sus músicos por maltratos -que iban desde golpes hasta descuentos de sus sueldos por errores en sus interpretaciones- poco parecían importarle al hombre que, con razón, se sentía rey absoluto del funk y el soul y, por ende, con derecho a excentricidades.
Pero James Brown también fue producto de una difícil niñez y juventud, con una madre abandónica y un padre maltratador que luego de varios años lo dejó al cuidado de una tía que regenteaba un prostíbulo.
El joven nacido en Carolina del Sur tuvo que apelar a distintos artilugios para subsistir en sus primeros años, como protagonizar dudosos espectáculos de boxeo entre niños con ojos vendados en los que se hacían fuertes apuestas, trabajar en la cosecha de algodón o robar autopartes o pertenencias que había en los vehículos para luego ser revendidas.
Así fue que antes de cumplir 20 años fue enviado a prisión, no sin antes sufrir la brutalidad policial exacerbada por una sociedad extremadamente racista; aunque en esos altercados iba a encontrar también su destino.
Fue cuando tras pasar por un reformatorio fue acogido por la familia de Bobby Byrd, un aspirante a cantante que, con unos amigos, tenía un grupo de doo woop llamado The Famous Flames, a los que se les unió de inmediato.
El talento natural de James Brown y su personalidad avasallante hicieron que no pasara mucho tiempo hasta que el estilo del grupo virara del góspel al rhythm and blues y que se posicionara como líder indiscutible.
The Famous Flame pasó a ser el grupo acompañante de James Brown y terminó sometido a la tiranía de su líder, quien reducía a la mínima expresión la importancia del resto de los integrantes en su recorrido artístico.
En esa tónica, sin importarle el pergamino de sus músicos, los llevaba con rienda corta, a partir de explícitas órdenes sobre el escenario que incorporaba a su actuación. «Dame el puente» o «dame cinco», eran frases que incluía en medio de sus canciones para indicar que la banda debía tocar el puente de la canción o cuántas «vueltas» armónicas iban en determinados pasajes.
Lo cierto es que este artista justificaba su arrogancia con memorables performances, basadas en frenéticos e imposibles pasos de baile y en sentidas vocalizaciones en las que predominaban el ritmo, las insinuaciones sexuales y el orgullo negro que contrastaba con los esfuerzos de la factoría Motown –principal discográfica de música afroamericana- en complacer los oídos de los «blancos».
A lo largo de finales de los 50, los 60 y los 70, James Brown fue hilvanando una cantidad de éxitos, desde la jadeante «Please, Please, Please» hasta la reivindicativa «Say It Loud, I’m Black and I’m Proud». Pero también puso en un primer plano los patrones rítmicos por sobre las melodías, lo cual derivó en un particular estilo vocal.
Con esas herramientas, y en lo que puede entenderse como una suerte de «marcada de territorio», en un festival de 1964 respondió a la vanidad innegociable de los Rolling Stones de exigir ser el número de cierre, con una incendiaria actuación llamada a desdibujar cualquier número que lo sucediera. Cuenta la leyenda que el propio Mick Jagger se sintió ridículo con sus movimientos luego de ese vendaval de baile y ritmo.
En tiempos de luchas radicales por la reivindicación racial, el soul y el funk de James Brown ofició de banda sonora sin necesidad de grandes panfletos, sino más bien desde el lugar de la puesta en primer plano del goce, sin necesidad de pedir permiso a «los blancos».
En su vida privada también fue volcánico este artista, quien sometía a golpizas a sus parejas, maltrataba o ridiculizaba a sus músicos, portaba armas de fuego y consumía drogas. Precisamente, la portación de armas y drogas fueron los cargos por los que fue a prisión a fines de los 80 y a finales de los 90, en algún caso luego de una cinematográfica persecución a los tiros.
Sin embargo, el «padrino del soul» siempre emergió de las cenizas gracias a su talento y a una personalidad que, más allá de todo, lograba cautivar. El hombre del pelo planchado, el jopo, los trajes brillosos y la amplia y blanca sonrisa se imponía por estilo. Ni hablar cuando comenzaba a sonar la música.
«El pelo es lo primero. Y los dientes lo segundo. Si un hombre tiene esas dos cosas, lo tiene todo», solía decir, sin mencionar que el sentido del ritmo también era una de las claves de su éxito. Todo eso acompañó a James Brown hasta su muerte y, más aún, lo sobrevivió en el imaginario popular.
Por Hernani Natale (Télam)