Desde su nacimiento a mediados de los años 60, cuando Los Gatos pusieron la piedra fundamental del que se constituiría en uno de los fenómenos de masas de la Argentina, el rock producido en nuestro país debió conformarse con una difusión relativa. Su escenario natural fueron los sótanos, los pequeños teatros, los pubs de vida nocturna u otros lugares minúsculos, habitualmente despreciados por el robusto circuito de la música comercial. El rock no lo era, al menos en aquellos años.
Aunque había ganado bastante terreno, a fuerza de demostrar su poder de convocatoria y su representatividad de grandes sectores de la juventud, sólo en los años 70 comenzó a afianzarse en el mercado. Siempre, claro está, aferrado a ciertos ideales humanitaristas propios de la década anterior; de algún modo, el sentimiento pacifista impulsado por los hippies nunca abandonó al rock, preocupado por hablar a su modo del amor y, la solidaridad. Hubo excepciones, es cierto: más de las que hubieran deseado los ardientes defensores de la música rock, muchos menos de los que suelen imaginar sus detractores más convencidos.
1982 fue un año cargado de contradicciones. A su manera, la Guerra de Malvinas le brindó al movimiento un espaldarazo hasta ese momento impensado. El gobierno del general Leopoldo Fortunato Galtieri necesitaba infundir ánimos patrióticos en la población y muy especialmente en los jóvenes, muchos de ellos enviados al frente de batalla. No había música más representativa de las nuevas generaciones, ninguna transmitía tanto brío, tanta energía. La experiencia bélica recomendaba esa estrategia: sucedió a menudo en Vietnam que distintos números musicales eran transportados al frente para robustecer el espíritu de los soldados.
En nuestro país ningún rockero llegó a Malvinas. Simplemente, la música de Charly García, Raúl Porchetto, Miguel Cantilo y Litto Nebbia -por citar sólo a algunos de los activos protagonistas de esos días- comenzó a circular afiebradamente en radios que hasta entonces la habían observado con desprecio, y los sectores de poder comenzaron, si no a aceptarla abiertamente, a prestarle mayor atención, sin escandalizarse.
La Junta Militar había «recomendado» a las radios no emitir música en inglés. No se trató de una prohibición literal, como sí sucedió con algunas canciones y artistas puntuales, pero nadie se atrevió a contradecir esa recomendación. Por un lado, porque nadie podía llevarle la contraria a la Dictadura. Por el otro, porque esa Guerra había generado en la población un sentimiento patriótico demasiado fuerte como para quebrarlo pasando alguna canción en inglés.
Es por eso que los programadores de radio debieron hurgar en las discotecas qué materiales sí se podían pasar. No había problema con los programas de folclore o de tango. Pero aquellos que disponían de espacios destinados al rock debieron agudizar el ingenio. Incluso algunas emisoras, como Radio Del Plata -destinada íntegramente a una programación musical juvenil- debió recurrir a temas cantados en portugués, francés o italiano para completar su lista de canciones.
Al revisar las discotecas, aparecieron trabajos de Sui Generis, Serú Girán, Almendra, Pastoral, Vivencia, León Gieco, Raúl Porchetto, Vox Dei y tantos otros grupos y solistas del rock nacional que no habían tenido en su momento la difusión necesaria en las radios. A ellos se sumaron otros que recién surgían. El caso de Juan Carlos Baglietto tal vez sea el más emblemático.
Baglietto había sido la gran revelación del festival de La Falda, y consiguió un contrato discográfico con EMI. Grabó «Tiempos difíciles», un gran álbum que podría haber tenido otro destino, seguramente un poco menos exitoso, de no haber estallado en abril la Guerra de Malvinas. Canciones como «Mirta, de regreso», «La vida es una moneda» y «Era en abril» se convirtieron en impensados hits radiales.
El efecto de Malvinas acarreó además un fuerte sentimiento pacifista entre los músicos de rock, que aunque sintieron que eran utilizados buscaron aprovechar ese novedoso espacio de difusión. El ejemplo más rotundo de la contradicción que anidaba en la confundida sociedad argentina de 1982 sucedió, cuando en el estadio Obras se realizó un encuentro multitudinario en favor de la paz, en el que intervinieron las figuras más populares de ese momento: David Lebón, Charly García, Nito Mestre, Miguel Cantilo, Pappo, Luis Alberto Spinetta, Raúl Porchetto, Ricardo Soulé, Dulces 16, Alfredo Toth, León Gieco, y muchos otros que se sumaron a esa cadena solidaria.
El concierto fue uno de los primeros que en la década convocó a un auditorio de más de 60.000 espectadores, una concurrencia que años después pasó a ser más o menos frecuente. Dato curioso, decisivo y sorprendente: el recital fue transmitido por televisión en directo, algo que no volvería a ocurrir a menudo, al menos en los años posteriores inmediatos.
En el libro “León Gieco, Crónica de un sueño” de Oscar Finkelstein, publicado en 1994, el cantautor santafesino recordó, aunque vagamente, aquel show: “Lo del Festival de la Solidaridad fue un invento de los managers del rock para hacer algo con el tema. Todo el mundo estaba participando pero el rock no quería formar parte del circo que fue lo de la guerra. Hasta que en un momento se decidió que había que aportar, pero no desde el triunfalismo sino desde la paz. Al menos esa era mi posición».
«Me llamaron para cantar ‘Sólo le pido a Dios’, un tema que los colimbas cantaban en las Malvinas, y solamente por eso fui», destacó Gieco. «Pero me sentí muy mal, es el único recuerdo que tengo. No me acuerdo de los detalles ni de los otros músicos ni de la gente que fue. Solamente me acuerdo de una sensación horrible y de los pibes de 18 años».
Años después, Raúl Porchetto, una de las figuras destacadas del festival, comentó: “En plena guerra se hace el Festival de Solidaridad, que se cierra con ‘Algo de paz’. A mí, antes de subir, un coronel con una 45 me dice, ‘che Raúl, hoy no es para cantar “Algo de paz”, no sé si entendés o quieres que te haga entender’. Yo subí con un miedo bárbaro, pero al final la terminé cantando, y esa imagen dio la vuelta al mundo, 60.000 tipos jóvenes cantando aquella canción. Por eso cuando alguien me dice que el Festival de la Solidaridad fue una colaboración, yo pienso, ‘la ignorancia es atrevida’.
Por encima de sus sentimientos contrapuestos, el rock aprovechó su ocasión y comenzó su ingreso más bien vertiginoso en el mercado después de una larga marginación. De algún modo, con esa irrupción en los circuitos comerciales cedió buena parte de su esencia primera y en ocasiones se volvió francamente bastardo y mercantilista, plagado de concesiones impensadas para sus protagonistas de la primera hora.
Los miembros de Virus, una de las agrupaciones que comenzaba a destacarse a comienzos de la década -y que se negó a participar del Festival de la Solidaridad-, ironizaban: «Ay qué mambo, hay todo un cambio, ahora el rock vendió el stock y nuestra canción salió al balcón». Malvinas marcó un punto de inflexión en el mercado: apenas concluido el conflicto con el Reino Unido, comenzó a surgir una horneada de intérpretes variados, de suerte dispar.
Los primeros en cosechar éxitos fueron Juan Carlos Baglietto (capitaneando una interesante camada de músicos rosarinos, entre ellos el mismísimo Fito Páez), Alejandro Lerner, Celeste Carballo, Miguel Mateos con su banda Zas, La Torre (encabezada por Patricia Sosa). Todavía preservándose en los ambientes underground, grupos como Los Twist (de Pipo Cipolatti), Sueter (de Miguel Zavaleta) y V8 (banda pionera del heavy metal argentino) comenzaron a tener una circulación relativa.
Llegamos a los días en que el país recuperaba la democracia, en 1983, de modo que aquello que hasta entonces era susurrado en la penumbra ahora podía expresarse en voz alta. La sociedad toda podía dar sus puntos de vista. El debate se instauró en el Congreso de la Nación, en los medios de comunicación, en las calles, en la universidad. Y en la música, de alguna manera.
Al menos, las nuevas voces eran muchas y eso se nota claramente en la producción discográfica, en la que ocupan un lugar interesante los álbumes debut. Las cifras son elocuentes: en 1982, se editan 63 álbumes, 22 de ellos debuts discográficos; en 1983, 76 placas, 24 de ellas óperas primas. Los números se mantienen hasta 1987, cuando se editan 75 álbumes, de los cuales 32 son presentaciones en sociedad. A lo largo de los años 80, los discos de rock publicados son inevitablemente más de 60, salvo en 1981 -es decir, antes de Malvinas- cuando aparecen sólo 37 placas.